Del derrocamiento de los jefes del Estado

Del derrocamiento de los jefes del Estado

por C.S. Fitzbottom

Poder es siempre poder hacer daño. No hay otro poder, siempre y en toda forma, que el poder hacer daño. Quien no puede hacerte daño, no tiene poder alguno sobre ti. Se te puede causar daño físico, mediante la tortura, la prisión o la muerte. Se te puede causar daño económico, privándote de lo tuyo, en todo o en parte, hasta incluso infligirte la pena del miedo y del hambre. Y se te puede causar daño moral, en el desprecio, el insulto o la amenaza. Se te puede imponer a ti o a aquellos que quieres; el efecto es el mismo. Tu madre tiene poder sobre ti en cuanto su decepción te dañe. Pero si no te importa lo que tu madre piense de ti, y no te hacen daño sus azotes, o que te quite la paga, tu madre no tiene poder sobre ti.

El poder político es el poder general e institucionalizado de hacer daño en una comunidad. Está asociado a la ley, pero es mayor que la ley. En España hay leyes que obligan a que los niños estudien en castellano si así lo quieren sus padres. Pero si nadie fuerza a determinadas comunidades autónomas a que así se cumpla; si los que vulneran esa ley, profesores, directores de colegios, responsables de educación y jefes de esa comunidad, saben que no sufrirán ningún daño, y simplemente no cumplen la ley, ésta por tanto queda sin efecto. La ley sin poder no es más que un papel escrito.

Distinguir la realidad de las cosas de sus apariencias es la labor de los hombres sensatos. Sócrates y Platón vienen avisando de ello desde hace miles de años. El poder político puede ser ejercido por una persona, por un grupo o por todos los miembros de esa comunidad política. Se acordó llamar monarquía, aristocracia y democracia a cada uno de esos tres sistemas teóricos. Aristóteles lo explicó de forma cristalina.

El jefe de la Iglesia Católica, el obispo de Roma, el Papa, tiene un hermoso título, casi el de más larga duración de la historia humana: Sumo Pontífice. En latín, Pontifex Maximus: el mayor hacedor de puentes. Es realmente hermoso. Roma aportó al mundo la obsesión por la legalidad y por el arco de medio punto. El segundo era muy útil, imprescindible, para construir puentes sobre el traicionero Tíber y más tarde sobre cualquier río o para mover las aguas desde cualquier lugar. El que tenía ese conocimiento y esa capacidad técnica de construir puentes perfectos llevaba el sello de lo mágico. Llegó a ser el mayor sacerdote. Siglos después, el sacerdote mayor llevaba el título de ingeniero mayor, aunque nada supiese ya de puentes ni de arcos de medio punto. Así los títulos duran en la historia, hermosos y ajenos a su significado original.

Excepto en algunos Estados orientales, no queda ningún monarca ya sobre la tierra con el título de Rey. En Occidente, de hecho, no hay ninguno. Nuestros Reyes son meros símbolos, títulos, tradiciones, ajenos totalmente al poder, embajadores súper eficientes y ultra cualificados. 

En el Reino Unido, se sigue denominando a los buques de guerra o al servicio de correos, como “de su Majestad”. Pero eso es sólo una bella tradición. Ni la flota ni los buzones son ya de la Reina. Sólo por deferencia y costumbre la llamamos “monarca” o “soberana”. Pero ni es la única que manda –monarca-, y de hecho, no manda nada; ni tiene poder máximo de hacer leyes -soberana- pues no puede emitir absolutamente ninguna norma, salvo en su casa –como todos- donde también le hacen un caso relativo –como también nos ocurre a todos en la nuestra-. 

Definitivamente, en casos como el de España, tener un “símbolo de la unidad y permanencia de la patria”, como lo define su Constitución, es enormemente útil, en este querido país, a veces tan extraño, en que sus habitantes, después de la más larga e intensa experiencia de nación que recoge la historia, aún se cuestionan a menudo su identidad. El Rey de España es hoy muy útil a España. Y especialmente si esa figura la encarna alguien de la talla de don Felipe VI. Pero don Felipe VI, el Rey Católico, el Rey de las Españas, el Rey de Castilla y León, y de Aragón y de Galicia y de Toledo y de Córdoba y Granada y de Jerusalén y de todos los innumerables territorios que su Título Largo recoge, esa venerable figura, no es monarca en ningún lugar y carece por completo de poder político alguno. Puede que incluso podamos decir que, lamentablemente.

El mayor poder político en España lo ostenta el presidente del gobierno. Él sí que es el monarca efectivo, la persona singular de la que emana la mayor parte del poder. Eso sí, en una monarquía electiva. Y una monarquía, a pesar de las apariencias, también muy limitada. Controla el poder legislativo, porque realmente él manda sobre el boletín oficial del Estado, que hace obligatorias las leyes –es una figura ésta tan horrible, que bien podemos referirnos a ella por el feo nombre de BOE- y, lo más importante, es el jefe de las fuerzas policiales, de todos los cuerpos de inspección y de sanción que pueden dañarnos y quitarnos nuestra libertad y nuestra propiedad. Se da la paradoja de que es el poder legislativo el que lo nombra, pero eso sólo es una curiosidad del sistema. Porque el presidente bien sabe que él, el monarca real, ejerce un poder que está muy limitado, pero no por el parlamento. Lo recortan diecisiete “duques”, o presidentes, de diecisiete comunidades autónomas, con gran poder en sus territorios. Lo limitan una decena de “marqueses”, jefes de partidos políticos, que pueden reducir casi a cero su capacidad legislativa. A los “duques”, perdón, presidentes de las comunidades, les limitan los “condes”, jefes de los partidos políticos de su región. Y a los “marqueses” de los partidos políticos nacionales, los marcan y delimitan los “barones” regionales de sus partidos. Dentro de esa estructura, hay diferentes señores feudales de algún sindicato y patronal, cada vez más insignificantes, pero no del todo. Por tanto, el poder efectivo en España, lo lidera un monarca electivo y temporal, pero es realmente ejercido por una peculiar aristocracia.

Aristocracia significa “gobierno de los mejores”. Pero lamentablemente, los dirigentes políticos españoles –e igual, no nos engañemos, en el resto del mundo- no están seleccionados entre los mejores en nada. No son los mejores de su clase. No son los mejores de su profesión. De hecho, la mayoría carecen de ella. No son ni los más inteligentes, ni los más trabajadores, ni los más buenos, ni los que más han producido para la sociedad. Los “duques”, “marqueses”, “condes” y “barones” de esta “aristocracia” política española son aquellos que han demostrado más habilidad en escalar posiciones en estructuras tan mediocres como los partidos políticos y los sindicatos, generalmente -triste y humano es reconocerlo- mostrando capacidades mezquinas, mendaces, ruines y rastreras. Escalar en cerradas organizaciones humanas donde se cuece el poder siempre ha sido así, a lo largo de la historia: tarea de cortesanos chismosos, miserables y serviles.

Hubo antaño poderes de hecho, “fácticos” les llamaron: la banca, decían, y la prensa. Hoy nada de eso existe. Se habla de ellos como se asusta a los niños con las brujas. No hay patrimonio a salvo del BOE y de sus legislaciones expropiatorias, de sus regulaciones arbitrarias que pueden acabar con cualquier negocio. Los pocos ricos nada pueden con los señores feudales, aunque la mayoría de éstos sólo piense en hacerse ricos. Es lógico: el poder sólo da comodidad si da dinero. ¿La prensa? Nadie lee, y todas las televisiones requieren de licencia del BOE y, arruinadas en sus ingresos, de las subvenciones del poder político. Hábiles en controlar a bandas de plumíferos, los dueños de los medios de comunicación también tienen su papel de “vizcondes” y “condottieri” en la realidad política.

España no es pues una aristocracia. Todo el poder, el poder de hacer daño, no lo tiene ningún Rey, ni siquiera un monarca real llamado presidente del gobierno, sino una oligarquía, esto es, una poderosa minoría, que se ha aupado a ese poder sobre la base del control de las organizaciones que controlan las elecciones. Ah, las elecciones... La democracia... El pueblo, el conjunto de todos los ciudadanos, no tiene ningún poder. Esa es la verdad empírica. No hay democracia real en España, como no la hay donde los representantes no son responsables ante los votantes. Los ciudadanos no pueden poseer armas. De hecho, no pueden siquiera defenderse si les atacan. En España la legítima defensa está real y efectivamente penada con la ley, incluso si uno es agredido por bandidos en su domicilio familiar. Los ciudadanos sólo pueden manifestarse bajo determinados controles. Sólo con autorización política pueden poseer emisoras de radio o de televisión. La única ventana que en nuestro tiempo se ha abierto a una auténtica democracia son las redes sociales, que permiten expresarse a cada individuo del pueblo sin autorización gubernamental. Pero eso es tan grave y singular, que el poder político ya ha tomado cartas en el asunto, y a través de los medios de comunicación que controlan ya han explicado que el verdadero mal de la sociedad no es la forma en que sus oligarquías controlan el poder, sino las “fake news”, las falsas noticias, según ellos, y a las que llaman así porque ya ni en su propio idioma saben expresarse. 

Elegir cada cuatro años, en una lista cerrada, a qué partido político se vota, para que esas personas de la lista, ajenas a ningún mandato imperativo, ajenas a la mínima relación con sus electores, sirvan durante cuatro años a aquellos que ordenaron imprimir su nombre en ese papelito, a cambio de un sueldo que su sumisión les otorga, y que ninguna entidad libre y privada les pagaría por ninguna actividad que supieran hacer –en el caso que tuvieran alguna- es tan falaz de ser llamado democracia como llamar “monarca” a don Felipe VI.

La discusión entre monarquía o república pudo ser interesante. Hoy, la eventualidad de decidir entre don Felipe o doña Leonor o un presidente elegido sólo sería un debate estúpido e interesado. Estúpido, porque no afecta al poder real. Interesado, porque quienes lo lanzan sólo pretenden atacar a España, en el símbolo de su unidad y permanencia, y hacer ruido, lanzar una cortina de humo, para que la gente no piense en el poder efectivo, en el poder político que detenta una oligarquía de incompetentes organizados.

Por el bien de la libertad de las personas, por el sueño que supone la palabra democracia, por la continuidad y permanencia de esta hermosa y gran patria que es España y que tan dignamente encarna el Rey don Felipe VI, puede que sí sea necesario cambiar a los actuales y auténticos jefes del Estado. Puede que incluso sea imprescindible, para la propia supervivencia de los españoles como comunidad libre, derribar a esta oligarquía. Y de momento, al menos, desenmascarar a la ineptocracia que les gobierna, les manipula, les roba y les pretende oprimir cada vez más.

Así que cuando se les hable de derrocar al jefe del Estado, anímense a hacerlo o al menos a pensarlo. Pero con la ley en la mano, y sobre todo, cerciórense de que se trata de cambiar a los auténticos jefes del Estado. Y en vez de gritar manipuladamente “viva la república”, griten por la verdadera libertad: ¡abajo la oligarquía de los caciques de partidos, sindicatos y televisiones subvencionadas! ¡Y viva la auténtica democracia de los españoles de ahora y de todos los siglos: esa admirable comunidad de personas libres, que bajo la bandera roja y gualda, encarna su Rey!


22 Mayo 2020.

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