Occidente en su dilema

Occidente en su dilema

por Antonio Rubio Merino

Como todo el mundo sensato sabe, la naturaleza se rige por ciertas pautas, que la experiencia, organizada a través de las ciencias empíricas, ha ido estructurando en torno a las leyes definidas de la física y la química, que gobiernan la realidad, hasta donde nos ha sido dado conocer con certeza.
Tales leyes nos enseñan a descreer de la magia y de lo fantástico, a saber que toda creación requiere esfuerzo, que éste implica un gasto de energía, y que los recursos consumibles por un organismo están limitados en el tiempo y el espacio.

Los usuarios de cualquier tipo de droga, desde la cafeína hasta las completamente ilegales, en el deporte o las salas de fiestas, saben que todo exceso físico se paga con un abatimiento proporcional a los picos de energía o euforia que artificialmente alcanzamos.
La historia de los grandes imperios, Roma, España, Francia, Inglaterra, la Unión Soviética, acaso ahora los Estados Unidos, son las de organismos que crecen por encima de los límites ordinarios de la naturaleza, y por ellos mismos, son derribados y reducidos a las dimensiones que sus energías originales les permitían, a veces, al precio de una decadencia proporcional a la grandeza extraordinaria alcanzada.

La amplitud en el tiempo y en el espacio de esos fenómenos de exceso a menudo imposibilita a sus protagonistas para entender qué le ocurre a su mundo, en el momento en el que la transformación paulatina se acelera, cuando se produce la inflexión en la cual una expansión, que parecía ilimitada, se repente se convierte en contracción y derrumbe.

El tribuno de Estilicón en el año 390 quizás no podía entender que Roma estaba condenada desde hacía tres siglos, cuando pasó a depender de mercenarios su defensa y de esclavos su economía. El granadero de Napoleón habría tomado por loco a aquel que tratase de explicarle que la derrota de Waterloo de 1815 quedó sellada en Austerlitz en 1805, cuando el Corso, ebrio de su victoria sobre los otros dos emperadores de Europa, pensó que podría indefinidamente someter a todo el Continente, a toda la Tierra.

¿Qué nos ocurre? ¿Cómo nuestra opulenta sociedad, que prometía todos los bienes, todos los derechos, todo el “bienestar” organizado, se ve de repente sumida en el pánico y la crisis, iniciada hace ya más de tres años, que en vez de terminar, parece que sólo acaba de iniciarse, introduciéndonos en una cueva de incertidumbre más oscura que ninguna de las que los vivos podamos recordar? ¿Es, de veras, tan terrible, o podremos salir de ella, despiertos apenas sin darnos cuenta de una larga pesadilla?

Pues bien, amigos, parece que estamos justamente en el punto de inflexión. Si atendemos a la enseñanza de la historia, a las leyes que conocemos de la física y la química, que son las que subyacen en las de la economía, nuestra expansiva cultura occidental del “bienestar” garantizado por el Estado ha llegado a su fin, o al menos, al principio de su fin. Y con ella sucumbirá todo Occidente, si no retoma sus valores, sus principios y sus creencias, aquellas que parecieron alumbrar a finales del siglo XVIII, pero que fueron enterradas por la Revolución Francesa y Napoleón.
La Ilustración aportó a Occidente una forma de enfrentarse a la realidad basada en la razón, no en el dogma, el prejuicio o la fuerza. En nombre de esos principios, la porción más joven y rica del imperio británico se emancipó de su metrópoli y creó una nueva nación con una nueva forma de gobierno, basada en la limitación del poder político, no en su expansión, con sistemas que controlasen y compensasen todas las fuerzas, todas las amenazas posibles de tiranía que pudiera ejercerse sobre las personas individuales, incluida la de una democracia totalitaria en la que la mayoría pudiera abrogarse el derecho de robar a la minoría.

Sin embargo, cuando las injusticias de la Francia creada por Luis XIV clamaron al cielo, el resultado de la revolución francesa nada tuvo que ver con el producto de la revolución americana.
La cabeza arrebatada a Luis XVI sólo fue la primera en el Terror que se llevó consigo millares de vidas, en nombre de la utopía revolucionaria. Algo que en América jamás se había conocido o concebido siquiera. Se ultrajó la vida humana, del mismo modo que antes se había hecho con la propiedad, con la religión y con las conciencias. La conclusión de toda aquella aberración no pudo ser menos que la peor dictadura militar, erigida por un enfermo, dotado, para desgracia de la humanidad, con el mayor talento estratégico que el mundo ha conocido.

Jorge III perdió Norteamérica porque trató de subir legalmente los impuestos a sus súbditos, para afrontar los tremendos gastos que había originado la guerra de los Siete Años, la victoria contra Francia, precisamente tan en beneficio de los colonos americanos.
Luis XVI tuvo que convocar los Estados Generales, que traerían su ruina, para intentar cambiar legalmente el sistema fiscal, remediando la bancarrota del Estado, generada en la victoria contra Inglaterra, humillada precisamente en las colonias revolucionadas, a las que Francia había ayudado en dulce venganza.

Napoleón no pensó jamás en la ley a la hora de apropiarse de lo que quiso. Robó a Holanda y España, lo mismo que a los pequeños Estados alemanes e italianos. Robó a los mercaderes genoveses al igual que a los de Rotterdam. Y cuando sus gastos militares llegaron a su paroxismo, robó igualmente a los propios comerciantes y banqueros franceses –si bien muchos de ellos, enriquecidos en las corruptelas del propio régimen napoleónico-.

Tales excesos financieros fueron originados por los aún mayores desvaríos militares. Toda Europa fue sumida en el caos de las guerras que requirieron el esfuerzo de siete coaliciones internacionales para finalmente acabar con la pesadilla bonapartista, tras veinte años con millones de muertos y abusos de todo tipo. La consecuencia fue un continente donde la vida humana había perdido mucho de su valor. Y donde había nacido, como reacción frente a los excesos franceses, el engendro del nacionalismo.

Prusia despertó envuelta en hierro y deseosa de un imperio alemán, europeo. Bismarck supo acallar a los descontentos de la industrialización inventando la Seguridad Social, ofreciendo a los obreros compensaciones concretas frente a las utopías etéreas de los socialistas, que comenzaban a ser proscritos.

El pangermanismo trajo la Primera Guerra Mundial, con su holocausto de millones de muertos. Los pueblos, aterrados, miraron a sus gobiernos, que habían asumido todo el poder en medio de la orgía de sangre. Las jóvenes democracias esperaban de sus Estados la misma energía a la hora de resolver sus problemas que habían demostrado al reclutar a sus jóvenes varones, y organizadamente, llevarlos a la picadora de carne de los frentes. Ahora los socialistas ya no prometían la luna, sino que parecían hacerla concreta en Rusia. Los fascistas, los nazis, tenían las mismas creencias económicas y morales que los comunistas: todo para el Estado, todo por el Estado. Y trajeron la Segunda Guerra Mundial.

El fracaso del experimento socialdemócrata de Franklin D. Roosevelt fue disimulado por el desarrollo de la industria armamentística. Llegó Bretton Woods, y el dólar se convirtió en moneda mundial. Los comunistas alcanzaron con su marea roja hasta el corazón de Europa. Y sólo el temor a los misiles norteamericanos les amedrentó de quedarse con todo el Continente.

Sin embargo, los europeos occidentales, temerosos de una nueva guerra, malcreyentes en un sistema que se decía liberal, pero que sólo era nacionalista, decidieron “negociar” sus ideas con los bárbaros de la otra orilla del Elba. Y así la socialdemocracia apareció como un sistema intermedio, como una transacción entre los horrores del comunismo –que eran y son sistemáticamente ignorados por la inmensa mayoría de los intelectuales europeos- y los males del que sistema americano –nunca bien explicados, aunque clara y universalmente envidiados, manifiestamente, por los mismos intelectuales que el sistema amamantaba-.

Los norteamericanos terminaron de claudicar de sus últimas convicciones en un sistema de gobierno limitado, cuando abandonaron el patrón oro para financiar el desmesurado gasto militar que implicaba la guerra de Vietnam. El 15 de Agosto de 1973, la libertad individual perdió también una de sus últimas defensas.

Los Estados Unidos necesitaban dinero para su modelo militar de hegemonía mundial. El resto de los Estados occidentales no empleaban sus recursos en ese fin, pues ya se servían del paraguas militar americano, aunque lo denostasen en público continuamente. El dinero del resto de las democracias se gastó en sistemas que garantizasen los llamados “derechos sociales”, los derechos “positivos”. Eufemismo por su verdadero nombre: “derechos” de imposición. Decir que alguien tiene derecho a una vivienda implica imponer que alguien tiene la obligación de pagarla. Y así, prometiendo el paraíso en la tierra, los Estados se hundieron en un sinfín de gastos ineficientes e inmorales, amparados en una democracia tiránica, en la que la opresión fiscal llega al 70% de los ingresos, y donde 51 no deciden que los 100 sigan remando, sino que remen más los otros 49, mientras ellos siguen ociosos. Con los sistemas de representación que se fueron imponiendo, los autoproclamados representantes de 35 ó de 25 decidían sobre cómo oprimir a los otros 65. O 25, da igual. La tiranía es igual de inmoral, sobre todo para quien la padece.

No satisfechos con la injusticia de unos impuestos desiguales, decidieron oprimir a los que no podían protestar de ninguna manera, por no ser conscientes o, peor aún, por no estar presentes. Y la deuda pública, es decir, el endeudamiento de los ciudadanos futuros, un recurso extremo, al que sólo se había acudido en casos de guerra y catástrofe, se convirtió en un expediente habitual, incluso bien visto, dado que sufragaba el gasto para el Estado del Bienestar.
Hemos endeudado a nuestros hijos para que nuestros padres puedan irse de excursión. Hemos renunciado a las carreteras, los aeropuertos y los 
gastos en investigación que ellos necesitarán para financiar nuestros excesos y el derroche de nuestros políticos.

Y así, en todo Occidente, durante decenas de años, durante un periodo de tiempo tan largo que abarca la existencia, la experiencia personal de todos los que estamos vivos, se ha creído en la posibilidad de que el Estado se pueda endeudar indefinidamente, a un nivel sistemáticamente creciente.
Pues no. No es posible. Llega un momento en que hay que pagar las deudas. Y ese momento llega para los particulares, llega para las empresas, llega a los bancos, llega a Islandia, llega a Irlanda, a Grecia, a Portugal, a España, a Italia, a la Gran Bretaña… y sí, llega a los Estados Unidos.

Los estados occidentales han prometido imposibles y se han endeudado en derroches sin fin, que hipotecan el futuro de una generación. Lo han hecho a la vez que claudicaban de la bondad de los valores en los que se fundamentó su sistema, en los principios que, aunque oprimidos por el Estado, han dado los mejores frutos de nuestra civilización: el esfuerzo personal, el sacrificio y la recompensa, la ambición por ser mejor y por servir a los demás a través de la propia creación, la competencia en un juego limpio, el ahorro para mejorar, para legar a las siguientes generaciones un mundo más rico, más solvente, más justo, mejor.

El mal llamado Estado del Bienestar ha corrompido todo eso, haciendo creer que el esfuerzo no es necesario, que todo el mundo, por el hecho de haber nacido, lo merece todo. Y que alguien lo pagará. Pues no. Todo el bien que hay en este mundo proviene del esfuerzo de alguien. Y si el esfuerzo no se mantiene en el tiempo, si no se renueva cada generación, la riqueza acumulada va menguando, y una sociedad se va volviendo así más pobre, en bienes materiales, y en principios morales.

Hay Estados, como el italiano o el japonés, cuya deuda alcanza ya tal nivel que para pagarla toda la nación tendría que trabajar como esclavos, gratis, durante un año entero, o incluso dos. Pero en esos dos casos, los acreedores son los propios ciudadanos de su país, los potenciales esclavos, o los posibles arruinados, en el caso de no pagarse esa deuda estatal. Es un dato importante cuando se piensa en el impago. Porque con España, Gran Bretaña o Estados Unidos, con Grecia por supuesto, no ocurre lo mismo. La mayor parte de los acreedores son extranjeros. Personas, individualmente, o a través de bancos o fondos de ahorro e inversión, que ahorraron el fruto de su esfuerzo, de su trabajo, y que esperan ser remunerados.

El fondo de pensiones de las viudas de los mineros de Escocia, de los maestros de Noruega, o de los pescadores de altura de Japón, ha de ser prudente a la hora de administrar los recursos que custodia, de los que depende el bienestar de muchos que confiaron en ellos. Si piensan que un gobierno puede no honrar su promesa, que puede llegar a no pagar su deuda, exigirán un mayor interés por el riesgo que asumen. Es su obligación moral actuar con esa diligencia. Si la deuda ha llegado a tal nivel que la subida de interés impide pagar el capital, ese gobierno, ese Estado, podría no pagar, con lo que el temor al impago se acrecienta, y por tanto también crece el interés exigido, en una espiral fatal y absolutamente comprensible.
Sólo hay una forma de que los intereses bajen: la promesa creíble de pago. Pero implicará gastar menos. Eso significará reducir la deuda pública. Y eso llevará a aminorar el gasto público, y reducirlo a los niveles física y químicamente posibles, los de la economía, el sentido común… los límites de la realidad.

Y eso es, en el fondo, aceptar que el Estado no puede encargarse de nosotros. No es que unos políticos sean mejores o peores que otros, más o menos corruptos, elegidos por unos sistemas de representación con mayor o menor equidad. La cuestión esencial, la encrucijada personal, es aceptar que somos responsables, si es que queremos ser libres. El camino es arduo, pero es posible recorrerlo, y es un camino digno. Tener, en las familias, en las empresas y en los Estados, presupuestos anuales en los que los gastos sean menores que los ingresos. Y con ese ahorro, financiar nuestros deseos personales, las inversiones de los negocios, las infraestructuras de los países. Reducir la deuda pública acumulada, hasta convertirla en cero, y declararla ilegal después, salvo casos de catástrofe nacional y sólo con carácter excepcional. Y recuperar el valor del esfuerzo, de la superación, del sacrificio, de la ambición por el éxito y la creación.

Recordar quiénes somos y que nuestra grandeza reside en la creencia en la libertad personal…o sucumbir en este amargo crepúsculo de deudas y decepción, en cuyo caso el final será largo, pero no por ello menos definitivo.

La alternativa está en nuestras manos. Occidente… ¡despierta!


Agosto de 2011.

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