De idiotas, pánfilos y prudentes

De idiotas, pánfilos y prudentes

por Antonio Rubio Merino

Debemos mucho a los griegos. Los amantes de la libertad, en su origen, prácticamente todo. Isonomía –igualdad ante la ley- y democracia –gobierno del pueblo- como resumen último de las creencias políticas de aquel pueblo, que sentía hasta tal punto que “el hombre es la medida de todas las cosas” que estuvo dispuesto a defenderlo, solo, frente al mayor imperio de la tierra: las constituciones griegas habrían desaparecido de la realidad y de la historia sin la cerrada muralla de lanzas de los ciudadanos griegos.

Sin embargo, hay dos conceptos griegos, dos palabras, que han pasado a nuestro vocabulario con un determinado sentido que nos recuerda que, incluso en un ámbito en el que la ley y la democracia parecen imperar, siguen existiendo resquicios para que se implanten dos de sus mayores enemigos: el totalitarismo y el nacionalismo.

Las democracias griegas, que crecieron bajo el ejemplo o la imposición de Atenas, eran sociedades muy politizadas. Durante el gobierno de Pericles eran miles las personas que a diario se ocupaban sólo de cuestiones políticas. De hecho, se incrementaron dramáticamente los impuestos para subvencionar a esa porción del pueblo que se dedicaba a los debates políticos prácticamente con exclusividad. Para ello se oprimió a las ciudades aliadas, hasta convertirlas en colonias, y se restringió el derecho de ciudadanía, de manera que eran menos los que tenían los derechos, pero se constituían en una “mayoría”, que estaba además, pagada por los más. No tiene nada de extraño que la palabra “demagogo”, jefe de ese “pueblo”, en realidad minoritario y elitista y que se abrogaba la representación de la mayoría a la que oprimía, haya pasado a nuestro vocabulario como una definición negativa.

Pero Atenas no se convirtió en la ciudad más pujante de su época debido a su política. Lo hizo gracias a su comercio y a su industria, que creó una sociedad más refinada, que atrajo hacia sí a todo el saber y el arte de su tiempo. Esto sólo fue posible en virtud del trabajo de hombres que se afanaron por crear mejores cerámicas, mejores navíos, y se adentraron con valor en aquellos mares ignotos, comerciando con todo el mundo conocido y descubriendo parte del desconocido. Aquellos hombres que creían más en el trabajo personal que en los favores del poder político, empeñados como estaban en sus proyectos, se volvían indiferentes ante la palabrería cotidiana y hueca de los foros políticos. Los que vivían de ellos, en cambio, los que se alimentaban de lo que saqueaban del trabajo de los que producían, se referían a aquellos como “los que van a lo suyo”, los que se despreocupan de la política “común”. Los “idiotés”.

El totalitarismo se caracteriza por su intento de penetrar de política todos los ámbitos de la vida humana. Una política, además, que no alienta el diálogo, sino la imposición de una forma única y unificadora de la vida. Frente a esa intromisión en la vida y la libertad individual, es legítimo levantar la bandera de los “idiotas” griegos, como la de unos de los primeros defensores pasivos de la libertad personal, que se transforma posteriormente en riqueza colectiva.

Atenas no fue la única, pero sí de las primeras ciudades en organizar su ejército en tribus (filai). Esas tribus lo eran inicialmente en el sentido en que actualmente las conocemos, grupos relativamente cerrados con ciertos grados genéricos de parentesco y tradiciones y símbolos comunes. Después las tribus adquirieron una constitución más formal, pero continuaron representando un importante lazo irracional entre las personas. Las filai sirvieron para organizar el ejército, cuyos regimientos se estructuraban en torno a las tribus y sus símbolos. Con tácticas de formación cerrada, una tribu era un todo compacto en el combate, o no era nada. Muchos hombres se negaban a luchar si no era con su tribu, ignorando los intereses más amplios, de la ciudad, la comunidad política o la propia Hélade.

Pero había unos pocos dispuestos a luchar con cualquier tribu, con todas las tribus. Les llamaban, despectivamente, “los que son de todas las tribus”: los panfilai. Ese desprecio no es una excentricidad griega. En nuestro cercano siglo XX, bajo las persecuciones de los comunistas y los nazis, los liberales han acudido a los campos de exterminio bajo la acusación de “cosmopolitistas”, ciudadanos del mundo, hombres al cabo sin tribu.
Pero nuestra propia tribu no es el mundo. Nuestra bandera no es la del mundo. Nuestra religión no puede ser la única verdadera. Nuestra comprensión de la realidad es muy limitada. Todo producto del ser humano puede ser comprendido, asumido, intercambiado con otros seres humanos. No tiene sentido hablar de amar al género humano si no amamos a los que tenemos más cerca: no se puede amar a la humanidad si no amamos nuestra propia patria. Pero no podemos pensar que nuestra madre tiene que ser la mejor para todo el mundo. Basta con disfrutar de que sea la mejor para nosotros.

El tribalismo nos ciega y nos empobrece. A la religión la convierte en sectarismo. Al patriotismo lo convierte en nacionalismo, la fuerza más criminal de la historia, la que más muertos tiene en su haber.

Hay un tercer error de percepción que hemos heredado de nuestros queridos griegos clásicos: la naturaleza lineal del tiempo. Representado en los ejes de coordenadas, el tiempo parece siempre avanzar, siempre hacia delante. Esa idea es la madre de todo progresismo. De la ingenua convicción de que el tiempo siempre va a mejor, de que el mero paso de los días y los años hace mejores las ideas, las personas, las instituciones. Y eso no es necesariamente así. De hecho, lo que nos dice la naturaleza, desde el movimiento de las partículas subatómicas hasta el de los astros y las galaxias, la sucesión de las estaciones y todos los ciclos de la vida, lo que nos dice nuestra experiencia –la única madre de todo verdadero conocimiento compartible- es que el tiempo es cíclico, circular si se quiere. Que las situaciones, las ideas, las instituciones, tienden a repetirse. Y que cualquier tiempo pasado no tiene, necesariamente, que ser peor. Ni todo cambio, simplemente por ser nuevo, suponer una mejora.

Idiotas, pánfilos, humildemente no progresistas… No son de los peores adjetivos que nos han dedicado a los liberales. Si lo pensamos un poco, no dejan de ser modestos motivos de orgullo.


Mayo de 2010.

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