La obediencia

La obediencia

por Javier Martínez Rueda

Desde la Declaración, por parte de la OMS, de pandemia mundial el 11 de Marzo (que desde la aparición del primer caso “notificado” por primera vez en Wuhan el 31 de diciembre de 2019, se lo han tomado con calma) y el posterior Real Decreto 463/2020, tres días después, por el que se declara el Estado de Alarma en España, no hemos hecho otra cosa que obedecer.

A pesar de nuestra leyenda negra sobre el ser levantiscos y poco disciplinados, y quizás así haya sido en momentos puntuales de nuestra historia, en el cómputo general somos un pueblo “obediente, temeroso de Dios y de la autoridad”; y esto es así porque la obediencia es una conducta habitual en nuestra experiencia social: los hijos obedecen a sus padres, los estudiantes obedecen a sus profesores, los empleados obedecen a sus jefes, los soldados obedecen a sus oficiales... y así a lo largo y ancho de nuestra vida social. Con todos los matices posibles, y en grados variables de intensidad y arbitrariedad, la conducta obediente es parte de nuestras rutinas cotidianas. 

Y sin embargo, como toda conducta, no puede estar por encima de la ley, la lógica o la moral. De otra forma, no nos resultaría repulsiva la declaración de Rudolf Hess en el Juicio de Núremberg: “Tenga la seguridad que no era siempre muy placentero ver esas montañas de cadáveres y respirar ese continuo olor a quemado. Pero Himmler lo había ordenado, y yo jamás me detuve a pensar si era justo o injusto. Obedecí”.

Una sociedad no puede vivir sin normas y éstas, de una u otra manera, apelan a la obediencia. Toda comunidad genera autoridades, y éstas a su vez, inevitablemente, exigen su parte. Pero, cuando aparecen las coacciones (ya sean manifiestas o veladas), y los fines de los preceptos se alejan de la búsqueda de mejorar la convivencia o las relaciones sociales y, por el contrario, promueven deliberadamente la polarización mediante la traza de una línea de separación entre lo que debieran hacer los buenos (quedarse en su casa y aplaudir a las 20:00 h.) y lo que están haciendo los malos (manifestarse en la calle y hacer caceroladas), la obediencia se ubica en un límite peligroso para la dignidad de la persona, porque la presión de estos factores externos y artificiales pueden superar a la que ejerce la propia conciencia personal, que es nuestra última frontera. La autoridad apremia a la obediencia, pero la razón persuade.

Los mismos compatriotas que con tanto sacrificio han acatado el confinamiento, el cierre de sus negocios o el no poder enterrar ni a sus propios muertos, ahora no pueden ser los señalados. Cuando nos dijeron: confinamiento, confinamiento fue. Cuando nos dijeron: podéis salir, hemos salido. Y todo ello a pesar de las órdenes y contraórdenes, de un día para otro, que han desquiciado a más de uno y de dos. Y, a pesar de todo esto, hemos obedecido.

Entonces, ¿Por qué ahora somos “los malos”, “los irresponsables”? ¿Es porque se empieza a dudar que los fines de ciertas medidas tengan otros objetivos distintos a los de mitigar los efectos de la pandemia? Y, ¡oh, sorpresa!, en la más pura tradición de la izquierda, que no admite el más mínimo disentido, antes de que la cuestión empiece a tomar fuerza, aplica su medida polarizadora estrella: la justificación en la lucha de clases. La revolución de los palos de golf o de los Mercedes, los pijos del barrio de Salamanca o los que anteponen la economía a la vida. Aquellos, los malos, los fachas, los que defienden los derechos individuales, el libre comercio o la libertad: ricachones desalmados. Nosotros, los buenos, los progresistas, los solidarios, los guay del Paraguay. Más simple que el mecanismo de un botijo. Pero muy, muy efectivo. Y, sobre esta base, como una aguja hipodérmica, se va introduciendo paulatinamente en el subconsciente colectivo las clasificaciones, valores, normas y códigos artificialmente elaborados. Ingeniería social la llaman. Con un par. Sin cortarse un pelo.

Las protestas son aún pocas y muy localizadas. ¿Pueden ser la chispa que prenda la llama? Puede. Pero la realidad es que, a día de hoy, cuantitativamente no lo son. Es un hecho objetivo. Y quizás sería lógico pensar que, aunque sólo sea por la componente del hartazgo, más allá de la ideología, deberían ser más masivas. Pero como la izquierda es la que gobierna y a la derecha acomplejada de este país, salvo contadas excepciones, le acompleja tomar la calle, pues... La autogestión para la movilización es siempre necesaria, pero tiene una repercusión acotada. Se necesitaría de un liderazgo que no llega, y no sé si se le espera. Y si está teniendo algo más de visibilidad es porque en esa simplificación entre “los buenos y los malos”, a la izquierda le interesa que a los que ellos califican como “malos” tengan la mayor entidad posible. Así se justifican mejor las medidas tiránicas. De primero de manipulación leninista.

Pero, más allá de lo cuantitativo, que como he dicho no es significativo aún, cabría el preguntarse por el fondo: ¿Hay motivos reales para creer que por la misma herida que ha entrado en nuestra sociedad el COVID19, se está aprovechando para inocular también el virus del totalitarismo? Y si eso es así… ¿Nos importa o sólo obedecemos sin pararnos “a pensar si es justo o injusto”? Responder a esas preguntas sólo nos lleva a una única conclusión: Poco nos hemos movilizado. Poco hemos protestado. Muy poco. Y la obediencia sin libertad, es esclavitud.


Mayo de 2020.

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